lunes, 17 de octubre de 2011

De Hombres y Dioses

Los Dioses griegos, que eran muchos y muy ocupados, precisaban cada tanto del favor de los mortales. No sé bien si esto era así por la rigurosa división del trabajo que les correspondía; o si se debía a que, aún siendo dioses, se encontraban huérfanos de ciertos placeres terrenales. Lo cierto es que, de vez en cuando, bajaban a la tierra, elegían a cualquier poligrillo y le conminaban, bajo amenaza de terribles tormentos ante el fracaso, pero con el premio de conceder algún deseo en caso de victoria, a satisfacer alguna divina necesidad. Y este premio solía y suele ser tentador, si el desprevenido mortal es ambicioso y mucho más aún si es ambicioso y poco propenso al razonamiento. Es que, (poca gente sabe esto), los Dioses se toman todo al pié de la letra... Van dos ejemplos:

Hubo quien le pidió a un Dios satisfecho la vida eterna. No se anduvo con rodeos. Seguramente era un tipo joven, de éxito, con buena vida. Y quiso perpetuarla. Y el Dios que es dios y que no se olvida de sus promesas le concedió ese don. Viviría por siempre. Todo funcionó bien durante los primeros años posteriores. ¡Quién no se anima a las emociones fuertes si se sabe inmortal! Pero los años fueron pasando, su cuerpo se fué deteriorando y sus fuerzas mermando. Y al cabo de algo mas de doscientos años de haberle hecho el favor al Dios agradecido deseó morir y no pudo. Y se dió cuenta de su error: debería haber pedido la juventud eterna...

La segunda historia también tiene por protagonista a alguien muy ambicioso y poco pensante. Y el mismo contexto que la anterior: el favor terrenal a cambio del don celestial. Esta vez el mortal le pidió a su Dios amigo que todo lo que tocara se convierta en oro. Y, una vez concedido, se pudo a trabajar o, mejor dicho, a tocar. Tocó un jarrón de cerámica que se convirtió en un jarrón de oro; un candelabro de hierro, una mesa y sus sillas de madera también los convirtió en candelabro, mesa y sillas de oro. Hasta sus herramientas de labranza las tuvo de oro. Y, contento, feliz, corrió a abrazar a su mujer y a su hija... ¡a las que convirtió en mujer e hija de oro! Ya no pudo comer ni beber, porque tanto la comida como la bebida, apenas tocaban sus labios, se convertían en oro... No hace falta contarles el fin de esta historia: este poco sesudo benefactor de dioses murió a los pocos días y solo; tal vez de hambre, tal vez de sed...

Por mi parte, todavía no he encontrado, a pesar de haberlo buscado con ahinco, a ningún Dios necesitado. Es verdad que el paso de los años me ha quitado ciertas ambiciones, aunque, para ser riguroso, mejor está decir que me ha cambiado algunas y transformado otras. Así es que te pido a tí, que estás leyendo esto ahora, que si llegas a ver a alguna deidad celestial con carita de perdido, como si estuviera buscando a alguien y con ojos de necesitado de placeres terrenales, le digas de mi parte que lo estoy buscando, que lo espero, ansioso, y con ganas de hacer favores... Porque, ¿sabes qué?, todavía no renuncio a mis deseos...