martes, 1 de noviembre de 2011

Compañeros...

El primer lunes de mayo del año 1975 no fue un día cualquiera. Aunque comenzó como muchos, con el llamado de mi madre para levantarme bien temprano, el aseo matinal, el desayuno con café y tostadas, y todo el ritual preparatorio para ir a la escuela. Y a pesar de que habían pasado ya unos dos meses desde que comenzaron las clases, ese lunes no era un lunes cualquiera. Esa mañana estaba nervioso, ansioso, asustado. Esa mañana cambiaba de escuela; nuevo edificio, nueva maestra, nuevos compañeros, nuevos interrogantes...

El primer lunes de mayo del año 2006 no fue un día cualquiera. Aunque comenzó como muchos, con el llamado del despertador para levantarme bien temprano, el aseo matinal, el desayuno con café y tostadas, y todo el ritual preparatorio para ponerme en marcha. Y a pesar de que habían pasado ya unos dos meses desde que recibí la noticia, ese lunes no era un lunes cualquiera. Esa mañana estaba nervioso, ansioso, asustado. Esa mañana viajaba a España; nuevo lugar, nueva gente, nuevas costumbres, nuevos interrogantes...

El último domingo de octubre del año 2011 no fue un día cualquiera. Aunque comenzó como muchos, con el despertar tranquilo de fin de semana, el aseo matinal, el desayuno con café y tostadas, y todo el ritual preparatorio para disfrutar de un festivo con ella. Y a pesar de que habían pasado ya unos tres meses desde que se creó el grupo, ese domingo no era un domingo cualquiera. Esa mañana estaba nervioso, ansioso, contento. Esa tarde se reunian mis compañeros de escuela; ESOS compañeros de ESA escuela... los que aprendí a querer, y quiero todavía, desde ese primer lunes de mayo del año 1975...

Las astillas de los recuerdos dulces no se nos suelen clavar de a una. Son tantas como tanto hemos disfrutado. Un recuerdo nos trae otro, y este, otro mas. Una anécdota guardada en algún rincón de nuestra memoria rescata otras muchas que no recordábamos. Nos damos cuenta de golpe que, en realidad, no olvidamos aquellas pequeñas cosas que olvidamos. Hechos, vivencias y personajes que nos han marcado, que nos han enseñado, que son nuestros para siempre...

Y el dique del tiempo reventando en mil pedazos, sumergiéndome en una riada de imágenes mezcladas, cambiando caras de niños de once años por jóvenes de cuarentaymuchos, agregando arrugas, quitando pelos, pintando canas, pero los mismos gestos de hace 35 años... incluso sin mucho esfuerzo puedo escuchar las conversaciones, oir las risas, sentir los abrazos... Que no quede solo en ese encuentro, no desmonten el grupo. Porque un día que intuyo cercano voy a estar yo también ahí, con ustedes...

lunes, 17 de octubre de 2011

De Hombres y Dioses

Los Dioses griegos, que eran muchos y muy ocupados, precisaban cada tanto del favor de los mortales. No sé bien si esto era así por la rigurosa división del trabajo que les correspondía; o si se debía a que, aún siendo dioses, se encontraban huérfanos de ciertos placeres terrenales. Lo cierto es que, de vez en cuando, bajaban a la tierra, elegían a cualquier poligrillo y le conminaban, bajo amenaza de terribles tormentos ante el fracaso, pero con el premio de conceder algún deseo en caso de victoria, a satisfacer alguna divina necesidad. Y este premio solía y suele ser tentador, si el desprevenido mortal es ambicioso y mucho más aún si es ambicioso y poco propenso al razonamiento. Es que, (poca gente sabe esto), los Dioses se toman todo al pié de la letra... Van dos ejemplos:

Hubo quien le pidió a un Dios satisfecho la vida eterna. No se anduvo con rodeos. Seguramente era un tipo joven, de éxito, con buena vida. Y quiso perpetuarla. Y el Dios que es dios y que no se olvida de sus promesas le concedió ese don. Viviría por siempre. Todo funcionó bien durante los primeros años posteriores. ¡Quién no se anima a las emociones fuertes si se sabe inmortal! Pero los años fueron pasando, su cuerpo se fué deteriorando y sus fuerzas mermando. Y al cabo de algo mas de doscientos años de haberle hecho el favor al Dios agradecido deseó morir y no pudo. Y se dió cuenta de su error: debería haber pedido la juventud eterna...

La segunda historia también tiene por protagonista a alguien muy ambicioso y poco pensante. Y el mismo contexto que la anterior: el favor terrenal a cambio del don celestial. Esta vez el mortal le pidió a su Dios amigo que todo lo que tocara se convierta en oro. Y, una vez concedido, se pudo a trabajar o, mejor dicho, a tocar. Tocó un jarrón de cerámica que se convirtió en un jarrón de oro; un candelabro de hierro, una mesa y sus sillas de madera también los convirtió en candelabro, mesa y sillas de oro. Hasta sus herramientas de labranza las tuvo de oro. Y, contento, feliz, corrió a abrazar a su mujer y a su hija... ¡a las que convirtió en mujer e hija de oro! Ya no pudo comer ni beber, porque tanto la comida como la bebida, apenas tocaban sus labios, se convertían en oro... No hace falta contarles el fin de esta historia: este poco sesudo benefactor de dioses murió a los pocos días y solo; tal vez de hambre, tal vez de sed...

Por mi parte, todavía no he encontrado, a pesar de haberlo buscado con ahinco, a ningún Dios necesitado. Es verdad que el paso de los años me ha quitado ciertas ambiciones, aunque, para ser riguroso, mejor está decir que me ha cambiado algunas y transformado otras. Así es que te pido a tí, que estás leyendo esto ahora, que si llegas a ver a alguna deidad celestial con carita de perdido, como si estuviera buscando a alguien y con ojos de necesitado de placeres terrenales, le digas de mi parte que lo estoy buscando, que lo espero, ansioso, y con ganas de hacer favores... Porque, ¿sabes qué?, todavía no renuncio a mis deseos...

lunes, 26 de septiembre de 2011

Errores

Si uno bien se fija, aunque no nos dejen demasiado tiempo para fijarnos, encontraremos que hay demasiadas diferencias entre nuestros deseos y la realidad; entre lo que somos y lo que hacemos; entre lo que nos pasa en la vida y lo que nos merecemos que nos pase... demasiadas diferencias... Vamos por la vida cargados de razón, pero dándonos golpes contra las paredes y abriendo el paraguas en plena primavera; siempre esperando tiempos mejores. Éxitos y derrotas. Hay de todo para todos. Nos basta con sernos sinceros para darnos cuenta que, quien más y quien menos, hemos errado y acertado, triunfado y fracasado, ganado y perdido. Pero siempre esperando que lleguen tiempos mejores, siempre...

Como le sucede a todo el mundo llevo sobre  mis hombros una buena mochila de experiencias dolorosas. Hay veces en que me resulta torpemente tranquilizador suponer que el dolor es algo que se reparte con criterio más o menos igualitario, y que cada ser humano se lleva una dosis más o menos equivalente. Que unos sufren primero, que otros sufren después, pero que, a fin de cuentas, a todos nos corresponde sufrir más o menos lo mismo. Y, aunque sea una idea al menos torpe, la prefiero, porque su contraria es inquietante: pensar que hay gente destinada a sufrir mucho más que sus semejantes, y que puede tocarme justamente a mí la peor parte en una distribución azarosa y desigual de tragedias es cuanto menos angustiante. Suponer que hay personas particularmente señaladas por el dolor suena a injusto, a abusivo, a caprichoso. Aunque debe ser en realidad así. Salvo que alguien me venga con la novedad de que el mundo es un sitio justo, equilibrado y ecuánime.

Haciendo un ejercicio de introspección profunda y honesta puedo saber qué he hecho mal. Una buena autocrítica, tan buena, al menos, como pueda. Y si, a partir de ahí, no puedo fingir que lo malo no ha pasado, no tendré mas remedio entonces que asimilarlo. Pero... ¿para qué?...

Dicen que un error es tan grave como sus consecuencias. Dicen también que de los errores se aprende. Y yo, que soy un técnico y por tanto lógico, puedo decir entonces que una de las consecuencias de un error es una lección aprendida. Puedo decir entonces también que si puedo aprender algo no hay consecuencia muy grave en mis errores, siempre y cuando sea capaz de aplicar lo aprendido para transformar un antiguo error en un futuro acierto. Pero... ¿alcanza con eso?...

Hay veces que no... Cuando los errores cometidos afectan a otros, a veces tanto o más que a mi, no alcanza con aprender de ellos, ni transformarlos luego. Ya he hecho daño... En esos casos es necesaria, además, la buena voluntad de el/los afectados. El perdón, la disculpa, la excepción. Pero el problema de hacer excepciones es dónde, en qué lugar trazar la línea que separa lo que merece y lo que no merece ser exceptuado. Y ya escapó de mi control...

jueves, 22 de septiembre de 2011

Enamorados

Hay quien sabe, porque algo leyó, que la atracción entre dos personas no surge del aspecto físico sino de la personalidad, que cuando es empática, trasunta cualquier atributo estético. Bueno… entonces, ¿porque dos personas se flechan de forma irracional sin saber uno practicamente nada del otro?, ¿eso es placer o “enamoramiento”?


Los psicólogos dicen que parece enigmático pero que no lo es, que esa sensación indescriptible que te pega a la altura del hígado y te deja medio tonto no es ciega, que surge de una ecuación genético-cultural. Sin embargo, la gente se repele y se atrae por causas que la ciencia aún no logra descubrir del todo, porque lo de las feromonas y la educación sentimental, está bien, pero no alcanza. El flechazo puede ser mágico pero también peligroso porque condiciona nuestra conducta y nos obliga a obtener satisfacción, cumplir con la promesa del alivio, placer y éxtasis que nos genera. Muchas cosas, buenas o malas, suceden bajo los efectos de esta sensación. Así es que, ciegos de deseo o lo que fuere, a veces no vemos el cartel que nos dice cual es la dirección correcta.

Los empíricos dirán que, a veces, cuando no vemos la dirección correcta, se debe unicamente a que no existe dirección erronea. Como si la certeza del camino que debemos coger proceda de una mera acción de descarte. Si no hay error se debe a que no hay acierto. Elijamos el camino que elijamos entonces, lo andaremos sin descubrir hasta llegado su final a que sitio nos puede llevar.

Un racional aseverará que no existe la ausencia del camino erroneo, ni del correcto. Que si no logramos ver el uno o el otro no se debe a su inexistencia, sino a nuestra ceguera. Es que no logramos verlos por incapacidad, exceso de entusiasmo, encandilamiento, fogonazo. Estas causas suelen ser transitorias. En algún momento, mas tarde o mas temprano menguan, casi hasta la desaparición. Y allí nos damos cuenta que los caminos siempre estuvieron ahí, aunque, si cogemos el equivocado, pueda ser tarde para una marcha atrás.

Estoy convencido que la vida es como una serie de habitaciones que debemos habitar. Y que aquellos con quienes coincidimos en ellas configuran nuestras vidas. Por amor u odio. Por aprendizaje o enseñanza. Por influencia buena o mala. Siempre nos marca, nos condiciona. No nos deja indiferentes. Las vivencias que experimentemos en cada una de ellas nos deja siempre un mensaje que debemos saber interpretar. En nuestra mente y en nuestro corazón. En nuestra razón y en nuestra alma. Será para siempre una marca grabada a fuego en nuestro propio ser. Y no podremos renegar de ella.

Y un día sus vidas coincidieron. Tal vez fortuitamente, aunque prefiero creer que no. Que de algún modo se buscaron. Que siempre se desearon, necesitados en un principio de esa sensación que golpea el hígado, de ese flechazo mágico y peligroso. Pero solo en un principio. Afortunadamente solo en un principio. Porque luego de recuperados los sentidos, aplacados el placer y éxtasis y las feromonas en niveles aceptables, pudieron descubrirse tal cuales son. Se aprendieron sin aprehenderse. Se conocieron sin corses, sin ataduras. Aunque vivan con ellos. Cual convictos con libertad vigilada (¡que contrasentido: libertad vigilada!). Cuidándose de no dar un paso mas allá de preceptos aceptados de antemano, temerosos de volver a un estado de ligazones, grilletes y cadenas. Y sin creerse todavía que el martillo que romperá las ataduras está hecho de sentimientos y convicciones, ajustado firmemente al grueso cabo de sus deseos...